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El juicio penal abreviado una fábrica de condenas
Por Roberto Quiroz M A

El advenimiento del nuevo proceso penal acusatorio trajo consigo un mecanismo de condena sin juicio previo llamado juicio penal abreviado que, con anterioridad a su implementación, no recabó tanta atención como la que recibe por estos días. Se trata de una de las estructuras procesales previstas en los artículos 363 y siguientes del CPP. Este tipo de mecanismos encuentra su origen en instituciones similares en los sistemas de justicia anglosajones y se ha expandido por el mundo, concretamente en varios países europeos y latinoamericanos, en los que ha generado importantes controversias respecto de su incapacidad para llegar a la verdad material, por ser más bien una manifestación de lo que se ha denominado una justicia negociada o consensual.

Por lo que además, se le ha criticado por su incompatibilidad con garantías fundamentales, principalmente con la presunción de inocencia y la prohibición de autoincriminación; así como por su contradicción con la ideología de la prevención especial-positiva (teorías re), pues el “tire y afloje” de una negociación no sólo no permitiría motivar una condena en términos resocializadores, sino que, por el contrario, dotaría de mayor fuerza al discurso que justifica la pena como un mero castigo.

Precisamente, la estructura del juicio penal abreviado determina que una persona sometida a la Justicia penal en calidad de imputado o imputada, pueda arribar a un acuerdo con el Ministerio Público a los efectos de conseguir el dictado expedito de una sentencia de condena más benigna. Esto, con la consecuente certeza de cuándo terminará su cumplimiento, y la renuncia previa al derecho fundamental al juicio previo (sobre el que se discute si es verdaderamente un derecho renunciable), siempre que se haga de manera libre, voluntaria e inteligente y se reconozcan tanto los antecedentes de la investigación como la culpabilidad en los hechos.

Pero los beneficios del juicio penal abreviado no son sólo para los imputados, de hecho, el principal fundamento de este tipo de mecanismos radica justamente en la necesidad del sistema penal de poner en marcha una persecución penal eficaz, ya que los operadores –y no sólo los fiscales– ahorran tiempo, recursos y –ahora sí los fiscales– se garantizan la victoria. Así, el juicio penal abreviado implica múltiples utilidades para los actores del sistema de justicia, que al echarle mano disminuyen enormemente las exigencias técnicas y complejidades de su trabajo, así como aumentan sus posibilidades de éxito profesional.

En pocas palabras, se podría decir que los mecanismos como el juicio penal abreviado no están destinados a la obtención de justicia, sino más bien a garantizar un eficaz control del delito, justificado en el ahorro de recursos y en la propia imposibilidad del sistema penal de perseguir todas las conductas delictivas. Y así, tanto en República Dominicana como en el resto de los países que atravesaron reformas acusatorias en América Latina, el juicio penal abreviado ha contribuido a la viabilidad de la política pública de reforma del sistema de justicia penal. Esta premisa implica asumir que sin este dispositivo las transformaciones procesales aludidas serían de imposible materialización, y las limitaciones están pautadas por la escasez como principio rector de organización y gestión. La complejidad del asunto radica en el precio (en términos de garantías) que se debe pagar por esta gestión estratégica acelerada de cuestiones que atañen a la libertad y el castigo.

En esta línea, la utilización generalizada del juicio penal abreviado ha traído consigo un sinnúmero de inconvenientes que, en ocasiones excepcionales, adquieren notoriedad pública. Apenas como ejemplo, vale recordar aquellos casos en los que un juez de la instrucción desde la medida de coerción permitía el conocimiento de juicios penales abreviados, con la desventaja para quien no aceptaba dicha solución le era impuesta como medida la prisión preventiva.

De hecho, uno de los elementos legitimantes de este dispositivo procesal, como es la libre y voluntaria prestación de consentimiento por parte del imputado, se ve puesto en jaque por la forma en que los acuerdos se materializan en la práctica cotidiana y por las propias deficiencias estructurales del sistema. En efecto, basta simplemente señalar las siguientes inequidades: disparidad de armas entre defensa y fiscalía, y el escaso tiempo para tomar una decisión de semejante trascendencia como es la aceptación definitiva e inapelable de una condena. Esto, con los agravantes del desconocimiento del lenguaje jurídico y de las consecuencias de aprobar la realización de un acuerdo; la presión de los operadores; las ofertas explosivas de penas más benignas disponibles por poco tiempo; o la prisión preventiva como amenaza de imposición preceptiva y de castigo informal en algunos tipos de delitos; entre tantas otras.

Adicionalmente, existen otros factores que también siembran dudas sobre la legitimidad de los acuerdos de juicio penal abreviado, como su desconsideración por la participación efectiva de las víctimas, que el CPP apenas reduce al ejercicio del derecho a ser oídas en la audiencia o a ser notificadas de la sentencia acordada o de recurrir la misma en caso de inconformidad.

A esta altura, existen razones suficientes para individualizar el juicio penal abreviado como un gran aliciente al exceso de prisión preventiva en nuestro país.

Pero una de sus críticas más evidentes puede ser observada por sus efectos en el sistema penitenciario, concretamente en la inversión de las cifras de privación de libertad con medida cautelar de prisión preventiva y el aumento de presos con sentencia de condena firme, cuyo cumplimiento (valga la importante aclaración) debe ser “efectivo”, es decir que los condenados no puedan acceder a beneficios liberatorios por el mero hecho de acordar una pena. A esta altura, existen razones suficientes para individualizar al juicio penal abreviado como un gran remedio de la prisionización en nuestro país.

Por su parte, también es notorio que la gran virtud de la transparencia adjudicada al sistema acusatorio por oposición a la opacidad del sistema inquisitivo-mixto anterior, no se manifiesta en los procesos abreviados y sus negociaciones “de pasillo”. En efecto, se ha afirmado que instrumentos de este tipo implican una verdadera “imagen de la instrucción” y una “administración” de la Justicia penal, en el entendido de que el conjunto de evidencias que normalmente los acompaña son el fruto de las indagatorias llevadas a cabo por la autoridad investigativas, o sea, fiscales y policías.

En este escenario, parecen imperiosas algunas reformas legales que eviten la utilización incorrecta del juicio penal abreviado. Por ejemplo (y al margen de las diversas críticas que se pueden hacer al marco normativo vigente), debería regularse en torno a la diferencia entre el monto y la forma de ejecución de la pena propuesta en un acuerdo y la prevista como de posible aplicación tras la tramitación de un juicio oral, más que nada en los delitos cuya pena máxima es muy alta, pero que pueden ser acordados tras la imputación de sus figuras simples, como el homicidio. También podría establecerse la prohibición de negociar durante el corto período de detención de los casos de flagrancia. Incluso sería una buena práctica que las instancias de negociación entre defensa y fiscalía se registraran de manera fehaciente para prevenir cualquier tipo de extorsión institucionalizada, así como para comprender cabalmente cómo se desarrollan esos procesos de negociación.

Pero más allá de todo, se hace impostergable el fortalecimiento institucional de la Defensa Pública y la Procuraduría General, no sólo a nivel de recursos sino también para una adecuada organización que priorice la planificación de las defensas e investigaciones en función de pautas claras y vinculantes; e intuitivamente una de ellas debería ser la utilización cautelosa del recurso del juicio penal abreviado. Además, se podría estipular un estándar probatorio que sirviera como criterio para la valoración de las pruebas que acompañan la acusación fiscal formulada por la fiscalía en un juicio penal abreviado. Y, por último, debería discutirse seriamente la regulación de algún tipo de procedimiento de revisión de los acuerdos por parte de tribunales superiores que pudieran rever la legalidad formal y material de estos.

Con esto queremos decir, que la ley no sólo debería regular los requisitos formales de procedencia, sino que también, debería establecer ciertos parámetros que permitan evitar que las negociaciones entre fiscalía e imputado desemboquen en verdaderos actos de coerción y arbitrariedad institucionalmente legitimadas. Digo esto porque el art. 364 del código Procesal Penal Dominicano, plantea la posibilidad de que el juez pueda dictar una sentencia absolutoria, sin embargo, esta es una acción muy poco vista.

Lo cierto es que el juicio penal abreviado llegó para quedarse y más allá de las modificaciones que se le han realizado desde la Ley 10-15, ningún actor del espectro político u operador del sistema de justicia ha manifestado seriamente una opinión favorable a su erradicación total.

Por lo que no se puede desconocer de que se trata de una manifestación típica de los modelos acusatorios adversariales, en el sentido de que estos pretenden ser sistemas en los que las partes del proceso (fiscal e imputado asistido por su defensa) llevan adelante el litigio de manera activa frente a la dirección pasiva e imparcial del juez, pudiendo tanto litigar en torno a la disputa que los enfrenta como adversarios, como también disponer sobre ella. Pero estas asunciones no deben bloquear la crítica del alcance y la utilización de esta estructura. En efecto, el funcionamiento del juicio penal abreviado como instrumento central de ejecución de la política de persecución, juzgamiento y condena debería ser constantemente observado y evaluado. Precisamente, el riesgo de su priorización radica en la inflación de condenas de baja calidad, principalmente por la falta de mecanismos que permitan la reinserción y la centralidad de los aparentes éxitos estadísticos sobre perspectivas que pretendan, al menos mínimamente, reducir el error y proponer modelos alternativos a la condena efectiva como ideal regulativo de un sistema de justicia penal eficiente.

Roberto Quiroz, M.A

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