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Cómo lidiar con el desánimo
Una vez que hayamos confesado nuestro pecado y ajustado nuestra perspectiva para ver la grandeza y el cuidado de Dios, entonces estaremos listos para confiar en que Él responderá nuestras peticiones en su tiempo perfecto.
El desánimo se siente como un gran peso sobre nuestros hombros. Nos roba la motivación, hace que el trabajo sea más difícil y disminuye nuestro disfrute de la vida. Los motivos del desánimo varían: insatisfacción general, críticas de los demás, el no estar a la altura de nuestras propias expectativas, relaciones dolorosas, pruebas continuas, deterioro de la salud y desesperanza en cuanto al futuro, entre otras más.
La situación de Nehemías nos enseña una importante lección en cuanto a cómo manejar el desánimo. Cuando escuchó sobre el mal estado de Jerusalén y la difícil situación del remanente judío que vivía allí, se sintió muy afligido. En su tristeza, Nehemías se dirigió al Señor en oración. Sabía que su gran Dios podía cambiar la situación. En su oración, Nehemías alabó el maravilloso carácter del Padre celestial, confesó su propio pecado y el de la nación, recordó las promesas divinas y presentó su petición.
Cuando nos enfrentemos al desánimo, nuestra prioridad debe ser clamar a nuestro Padre celestial. Pero nuestras oraciones deben comenzar enfocándonos en el Señor, no en nuestros problemas. Una vez que hayamos confesado nuestro pecado y ajustado nuestra perspectiva para ver la grandeza y el cuidado de Dios, entonces estaremos listos para confiar en que Él responderá nuestras peticiones en su tiempo perfecto.
Dan/Sfd
Oración de Nehemías sobre Jerusalén
1 Palabras de Nehemías hijo de Hacalías. Aconteció en el mes de Quisleu, en el año veinte, estando yo en Susa, capital del reino, 2 que vino Hanani, uno de mis hermanos, con algunos varones de Judá, y les pregunté por los judíos que habían escapado, que habían quedado de la cautividad, y por Jerusalén. 3 Y me dijeron: El remanente, los que quedaron de la cautividad, allí en la provincia, están en gran mal y afrenta, y el muro de Jerusalén derribado, y sus puertas quemadas a fuego.
4 Cuando oí estas palabras me senté y lloré, e hice duelo por algunos días, y ayuné y oré delante del Dios de los cielos. 5 Y dije: Te ruego, oh Jehová, Dios de los cielos, fuerte, grande y temible, que guarda el pacto y la misericordia a los que le aman y guardan sus mandamientos; 6 esté ahora atento tu oído y abiertos tus ojos para oír la oración de tu siervo, que hago ahora delante de ti día y noche, por los hijos de Israel tus siervos; y confieso los pecados de los hijos de Israel que hemos cometido contra ti; sí, yo y la casa de mi padre hemos pecado. 7 En extremo nos hemos corrompido contra ti, y no hemos guardado los mandamientos, estatutos y preceptos que diste a Moisés tu siervo. 8 Acuérdate ahora de la palabra que diste a Moisés tu siervo, diciendo: Si vosotros pecareis, yo os dispersaré por los pueblos; 9 pero si os volviereis a mí, y guardareis mis mandamientos, y los pusiereis por obra, aunque vuestra dispersión fuere hasta el extremo de los cielos, de allí os recogeré, y os traeré al lugar que escogí para hacer habitar allí mi nombre. 10 Ellos, pues, son tus siervos y tu pueblo, los cuales redimiste con tu gran poder, y con tu mano poderosa. 11 Te ruego, oh Jehová, esté ahora atento tu oído a la oración de tu siervo, y a la oración de tus siervos, quienes desean reverenciar tu nombre; concede ahora buen éxito a tu siervo, y dale gracia delante de aquel varón. Porque yo servía de copero al rey