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La cura para una mente ajetreada
Si usted está luchando para conectarse con Dios, dese un poco de espacio.
El primer día de mi clase de redacción del semestre pasado llamé a cada estudiante por su nombre y me detuve en uno que me resultaba familiar, pero no podía reconocer su cara. Debo haber parecido desconcertada, porque el estudiante me dio una explicación. Estuvo en una de mis clases de zoom durante la pandemia. Ya habíamos pasado un semestre juntos. A pesar de mis repetidas peticiones a los estudiantes que mostraran sus rostros, él nunca había encendido su cámara ni hablado en nuestra clase virtual. Conectarse con él se había vuelto imposible.
Era una sensación peculiar para mí, como docente, conocer a un alumno por su nombre y por las palabras que escribía, sin conocerlo cara a cara. Había una brecha en nuestra capacidad de relacionarnos, así que cada vez que se deslizaba en un pupitre en mi salón de clases este trimestre, me sentía agradecida por tener otra oportunidad de conectarme con él y con su trabajo en persona.
Sospecho que muchos de nosotros hemos experimentado esta desconexión con los demás y, a veces, con Dios. Muy a menudo, parece como si el Señor se escondiera detrás de una barrera impenetrable a pesar de nuestras peticiones de que se revele a sí mismo. Lo he experimentado en concreto en los últimos dieciocho meses, ya que una crisis tras otra ha sacudido a mi familia. Conectarme con el Señor es una lucha, pero anhelo con desesperación su presencia.
En su libro Una invitación al silencio y a la quietud, Ruth Haley Barton escribe: “Estamos hambrientos de intimidad, de ver, sentir y conocer a Dios en las células mismas de nuestro ser. Estamos hambrientos de descanso… Estamos hambrientos de quietud, de escuchar el sonido del silencio puro que es la presencia de Dios mismo”. Sentía esta necesidad del Señor a nivel celular, tal como dice Barton, así que decidí seguir su consejo y enfocarme en una práctica diaria de silencio, contemplación y quietud. Me llevó algún tiempo acostumbrarme, pero un año después, me he sujetado a una rutina que calma mi mente.
Conectarme con el Señor es una lucha, pero anhelo con desesperación su presencia.
Primero, pongo algunas cosas en una pequeña canasta: mi Biblia, varios diarios, una pequeña cruz de madera y cualquier libro de crecimiento espiritual que esté leyendo, y la llevo a mi terraza en la parte posterior de mi casa mientras sale el sol sobre nuestro gran roble. El parloteo de las aves a menudo acentúa el silencio, pero por lo demás, Dios y yo estamos solos sin interrupción.
Sosteniendo la cruz de madera en mi mano como un recordatorio físico, me siento en silencio durante diez minutos y me permito sentir el amor del Señor. Esta pequeña práctica ha perfeccionado mi capacidad de sentir y experimentar su presencia. Centrar mis pensamientos en el amor de Dios cada mañana en silencio, es un ritmo que atesoro y que espero con ansias cada día.
Luego, cuando el sol besa la copa del roble, busco en la canasta mi diario de oración, donde escribo todas las formas en las que siento la cercanía de Dios en esos momentos matutinos. Garabateo notas entre lágrimas, alegría, ansiedad y asombro. Cada mañana, llego a la oración con la expectativa de que el Padre celestial estará allí, y si mi corazón duda y mi mente olvida, vuelvo a la verdad que he escrito en mi diario.
El silencio es un lugar espacioso donde Dios es libre de moverse, y yo me libero de mi frenesí habitual de pensamientos, distracciones y actividades.
Ha tomado un año para que esto se convierta en una firme y disciplinada práctica en mi vida, pero he aprendido que el silencio es un lugar espacioso donde Dios es libre de moverse, y soy libre de mi habitual frenesí de pensamientos, distracciones y actividades. No soy capaz de pensar en la manera de experimentar el amor, la paz o la presencia del Señor. Por eso, apagar esta parte de mi cerebro hiperactivo durante unos minutos cada día ha sido un alivio.
Madeleine L’Engle dice: “Salirse del camino y escuchar no es algo fácil, ni en el arte ni en la oración”. Mi larga lista de asuntos que necesitan la atención de Dios aparece con frecuencia durante este tiempo de oración silenciosa. Pero sé que el Señor saldrá a mi encuentro de una manera que no experimento cuando oro a Dios, en vez de escucharlo a Él. Resulta que la mayor inhibición para experimentar su presencia era mi propia distracción, no la suya. El verdadero desafío es hacer espacio cada día para que la silenciosa conexión con el Padre celestial se convierta en la norma en vez de la excepción.
Tomado de:https://www.encontacto.org/lea/articles/la-cura-para-una-mente-ajetreada
Dan/Sfd